por: Francis Mesa
La puesta en escena de “Esperando a Odiseo” debió haber sido un proceso de catarsis para Orestes Amador. Reencontrarse, a través de un texto, con una realidad que le toca desde las vísceras, hasta el corazón, hasta la memoria, no debió ser cosa fácil. Sus lágrimas al final de la función pueden dar fe de ese mar de emociones que le invadió.
“Esperando a Odiseo” está llena de simbolismos, de meta mensajes. Llena de alegorías que invita, no sólo a conocer al autor del texto, o al actor que interprete a Kiko Paloma, sino también a vivir ese mundo tan particular en el que se ha convertido Cuba, desde que la Revolución impulsada por Fidel Castro en el año 1959 y ha convertido a ese país.
“Esperando a Odiseo” habla del valor de la fe, de cuán fuertes hace la esperanza a los seres humanos, quienes, a pesar de las ausencias, se empecinan en ver la vida de colores vivos, de mañanas y atardeceres bullosos y no de esos grises que traen consigo la nostalgia y la soledad y esa “Penélope” que se interpreta a capella.
Esta obra teatral es un drama social que puede aparentar muy local. A simple vista, un trabajo hecho por un cubano, para ser visto por cubanos y no es así. Las migraciones son parte intrínseca de nuestros países. Las pobrezas que arrastras históricamente han obligado a millones de personas a salir de sus tierras en busca de una vida mejor.
EL TRABAJO DEL ACTOR
Quizás éste sea uno de los trabajos más personales de Orestes Amador, recientemente ganador del premio Soberano como Mejor Actor. Nacido en Cuba, pero con más de la mitad de su vida haciendo arte en República Dominicana, seguramente se ve reflejado en ese hombre patético, en ese profesor venido a menos, cuya esperanza de que vuelva ese palomo que le traerá la buena nueva desde el otro lado del mar y que en algún momento ha tenido esa conversación con sus propios fantasmas.
No hace falta estar en la azotea de ese edificio residencial habanero, roído en donde Kiko ha construido su mundo paralelo para esperar a su palomo mensajero y para divagar entre sus recuerdos de tiempos mejores, cuando logró irse en balsa a Miami y el regreso forzoso al infierno que había jurado no volver a pisar jamás.
Orestes logra un soliloquio convincente, desgarrador y elocuente. Se mueve en el espacio que le montaron el director, Raúl Martín Ríos; Víctor Datt en la escenografía y la línea gráfica y Julio Núñez en las luces, todo en base al texto escrito por el dramaturgo, Alberto Pedro y su juego de palabras con el clásico del absurdo “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett.
El actor, este actor, sigue comprometiendo su arte, sus técnicas, su desempeño escénico, con la calidad. Orestes no está dispuesto a dejar fisuras en su quehacer teatral, ni huecos que desmeriten el trabajo de más de tres décadas, así tenga que pelear contra la falta de público o de publicidad en sus trabajos, por no sucumbir al facilismo o a lo trivial, así sea a costa de su propia independencia financiera.
EL TRABAJO DEL DIRECTOR
Los montajes convencionales no son lo de Raúl Martín. El director teatral cubano, con varios trabajos montados en el país (el anterior a éste, “El elegido” así lo demuestra) desarrolla una estética muy personal, que sin ser inventada por él, ni ser nueva, tiene ese sello tan suyo, que hace al auditorio sentirse confiado de que el montaje al que asistirá, ha sido cuidado en sus detalles más mínimos, para garantizar la calidad como producto final.
Así las cosas, la dupla entre actor y director (este último, asistido por Lyidra Valera) se dio a más. La obra se presentó en un único fin de semana en Casa de Teatro y a pesar del poco público en la sala, la calidad se impuso. Esperando que logren mejores condiciones de logística (patrocinio y publicidad), para que en una próxima entrega, más gente pueda deleitarse con una puesta en escena limpia, coherente y artística de principio a fin.